jueves, 20 de octubre de 2011

A la segunda...

Cuando recorro mi larga vida y pienso en todas las ciudades que he conocido, todas las personas que se han cruzado en mi camino, todas la mujeres que he amado y todos los lugares en que lo hice, acabo siempre concluyendo que aquello no merecía la pena.


El viaje de por si era una obligación antes que un placer y la única aventura que pudo generar fue la búsqueda infructuosa del equipaje perdido y la lucha por contener mi indignación y mi furia ante los torpes empleados de su reclamación. La llegada de noche, con aquella pesada humedad y aquella triste desolación de las calles empapadas, no me provocaban ninguna ilusión por aquel lugar.

La falta de entendimiento con el idioma local personificado en el impenetrable taxista no fue sino un rocambolesco preludio a aquel inacabable, sórdido y cargante deambular por esa suerte de laberinto de callejas, pasajes, puentecillos herrumbrosos y pasadizos oscuros que fue mi único acercamiento al corazón de la ciudad.

Quizás por todo ello cuando el vehículo se detuvo bajo aquella triste luz, su rubia melena y el casi inapreciable brillo de sus indefinibles ojos, atrajeron mi atención y amortiguaron mi desesperación. Eran la señal de la única salida a aquella opresiva sucesión de rincones y silencios.

Un simple gesto, una sola palabra y una intensa mirada en unos inmensos ojos, rompieron el hechizo y al tiempo que me liberaron de la prisión de aquel cubículo, me empujaron a la servidumbre de aquella mujer. Ella, sorprendida y al tiempo segura, se ofreció a acompañarme y mostrarme el camino de mi hotel. Y así comenzó un suave y dulce paseo que nos aisló del mundo que nos había llevado hasta allí, durante aquellas las dos siguientes jornadas.

Al principio todo fue ilusión, que empujada por la curiosidad, se vistió de confidencia para dar paso a la intimidad y esta se convirtió en pasión cuando los corazones y los intelectos dejaron de jugar para acordar una maravillosa tregua, que se selló con el armisticio del enamoramiento.
Y nos amamos. Y volvimos a hacerlo. Varias veces. Y duró apenas unas horas adornadas de secretos, caricias, risas y besos. Y cuando finalmente nos separamos ni ella se quedó, ni yo tuve que irme. Y ambos flotábamos en la mente y el corazón del otro. Y ambos descubrimos un amor al que habíamos renunciado y queríamos olvidar, porque los sueños más crueles son aquellos que se sueñan.

Y después durante un tiempo ambos depositamos nuestra esperanza y nuestra pasión en una correspondencia cargada de intimidad y de guiños escritos que trataban de crear una realidad sobre el papel que separaba los miles de kilómetros de nuestra desesperación. Y la llama se mantuvo y hasta se avivó, pero no dejaba de ser la simple ilusión de unas sombras proyectadas en la piedra que cerraba la entrada de la cueva de aquella relación inesperada y sorprendida que nos había nacido sin avisar.

Y cuando finalmente la distancia y la necesidad desaparecieron, un rayo fugaz remedó aquel pasado que era ya tan lejano que apenas existió. Y nos amamos una única y última vez.

Y tan fácil como surgió, se extinguió.

Y no hubo nada más.

Es cierto que yo no pude admitir lo que yo mismo propuse y acepté. Y que ella apenas si volvió la mirada.

Y el resentimiento entró por la puerta cuando todo lo demás se escurrió entre los dedos.

Y el odio de la pasión avivó el olvido del amor. Y ya nunca volvimos a intentar saber el uno del otro. Y sufrimos. Permanentemente.

Al fin y al cabo tratar de olvidar a una persona es, simplemente, otra manera de seguir pensando en ella…

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